Nadie escucha

Uno de los problemas más graves a los que nos enfrentamos actualmente, clave de muchos
conflictos, es la falta de escucha. No prestamos suficiente atención a las cosas, vivimos desbordados por multitud de estímulos que nos aturden y nos mantienen alerta pero, paradójicamente, al mismo tiempo, como adormilados, como en una suerte de nebulosa compleja en la que no podemos verlo todo y, por tanto, sólo vemos una masa informe de
neblina. Imágenes y colores que lanzan destellos por todas partes, aparatos que reclaman nuestro tiempo con múltiples alarmas o llamadas, tareas que se agolpan en una carrera desenfrenada y suicida contra el tiempo… todo invita a la prisa, al apresuramiento, a vivir rápidamente.
Nadie escucha. No hay tiempo para ello. Hay demasiado ruido y, sobre todo, demasiadas cosas
que atender. En medio del enjambre de sonidos, no es posible tener paciencia para escuchar.
En el contexto de las profesiones sociosanitarias esta falta de escucha tiene consecuencias desastrosas: no se atiende a los pacientes con el suficiente tiempo y calma, no se establece una comunicación acorde con las necesidades de las personas, no se acompaña adecuadamente en los procesos de enfermedad, con las consecuencias biográficas tan importantes que pueden tener, o con la enorme necesidad de apoyo que requieren quienes están en el recorrido final de
sus vidas. No se atiende, no se escucha. Al menos, no lo suficiente.
Pero otro tanto cabe decir de entornos sociales o educativos. Nadie escucha porque nadie
parece querer saber qué piensan otras personas. Muchos viven como mónadas, en una suerte de caja aislada, donde sólo importa su pequeño mundo, su punto de vista, sus preferencias… su yo. Esta epidemia de egoísmo y egocentrismo tiene consecuencias catastróficas. Nadie mira más allá. No se escucha. Y por tanto, no se conoce, no se aprende, no se revisa, no se relativiza la propia mirada, no se amplía el horizonte personal.
Y si cada uno vive aislado y sordo en su burbuja, difícilmente se pueden construir proyectos
solidarios compartidos, propuestas de mejora de este deficiente mundo, sistemas de
colaboración, o mecanismos de innovación y trabajo en equipo.
Es esencial escuchar. Una escucha consciente permite una mejor comprensión, ayuda a entender la realidad, las personas y a uno mismo. Permite la conexión con los demás y con el mundo entorno. La escucha es una salvaguarda contra la violencia, porque donde alguien está dispuesto a escuchar, abre un tiempo, una demora, una dilación, un espacio para el encuentro. La agresión no atiende, no escucha, sólo actúa, con violencia, tratando de imponer su fuerza, que no su razón. Las razones necesitan tiempo, y escucha.
Pero para escuchar es preciso disponer y desarrollar una serie de requisitos, como el tiempo, la serenidad, el silencio y cierta contención ante la reactividad que nos impulsa a intervenir, actuar o responder. Exige concentración, atención a una sola cosa, evitar interferencias y dejarse impregnar por lo que se recibe. Requiere distinguir, diferenciar unos sonidos de otros, aprender a percibir matices y cambios, y también disfrutar de lo que se escucha, desarrollar una sensibilidad ante el oído, más allá de una mera recepción, una auténtica escucha consciente, deliberada, gozosa, enriquecedora.
Y esto poco tiene que ver con los contenidos de lo escuchado. Sea el ruido del agua que fluye, la risa de los niños, las palabras de alguien con quien conversamos, el ruido infernal del tráfico de una gran ciudad, las notas de una sinfonía, la bocina de un barco, el traqueteo de las máquinas de una fábrica, el martillo de un obrero golpeando un metal, el susurro de una voz que nos desea buenas noches… cualquiera que sea el contenido de lo escuchado, es preciso adoptar una posición consciente, que nos lleva a entender, interpretar y percibir las cualidades del sonido, su
significado y también las emociones o reacciones que suscita. Se puede ser crítico o empático con ese sonido, activo o pasivo al recibirlo, pero es preciso ser consciente de que la escucha nos transforma, nos impacta, nos exige, y nos modifica.
La escucha consciente es la clave de la comunicación. Sin ella, todo es ruido. Y requiere tiempo.
Las sociedades modernas, esas que consideramos civilizadas, desarrolladas, no dejan espacio para la escucha. En ellas no hay apenas silencio, ni tiempo. Por eso conviene promover la  dilación, como respuesta ante el ruido.
Los movimientos slow, que tan de moda se han puesto en muchos ámbitos, tratan de recuperar
esa idea de lentitud, de recuperar la calma y el buen hacer, huyendo de la prisa y de la competición.
Desacelerar como una filosofía de vida en la que todo vuelve a ritmos más pausados: la comida, la educación, los viajes, la investigación, se busca el tiempo óptimo para cada cosa y, en buena medida, esto supone adecuarse a los ritmos de la naturaleza, esto es, escuchar y atender lo que exige cada actividad, cada pensamiento, cada proceso.
Como ya nos recordara R.L. Stevenson: “Tanta urgencia tenemos por hacer cosas, que olvidamos lo único importante: vivir». Pero podemos ir aún más allá: por querer ver más se nos olvida mirar, por querer oir más se nos olvida escuchar. Y esto es un grave problema ético: quien no escucha, quien no atiende, no puede comprender, no puede pensar, no puede
relacionarse con el mundo y con las personas, no puede adquirir un compromiso profundo con la realidad.
Por eso es necesaria la dilación. No sólo buscar la lentitud y el tiempo para la escucha, sino
detenerse, dedicar tiempo y quedarse en algo lo que sea menester, para poder entenderlo y actuar como convenga a la situación. Un proceso de deliberación cabal sobre la realidad no puede escapar a esta dilación.
Más aún, a pesar de su posible connotación negativa de superficialidad, conviene ser un diletante en el sentido más original de la palabra italiana (dilettante): el que se deleita. No
sólo detenerse y dedicar tiempo para cultivar algún campo de las ciencias o las artes, sino pararse a escuchar y disfrutar. Deleitarse en la comprensión, en el aprendizaje, en ver más allá de la pequeña realidad cotidiana, para ensanchar el mundo y la mirada, para posibilitar un encuentro real con quienes piensan de otro modo y matizar o revisar las verdades propias que rara vez cuestionamos.
Detenerse a escuchar, tanto lo que agrada como lo que incomoda, aprendiendo así sobre nosotros mismos y nuestros límites, pero también sobre las posibilidades de intercambio, de comunicación y de creación entre mentes serenas.
Escuchar es una responsabilidad ética. Quien no escucha tiende al dogmatismo y la imposición de sus propias creencias, o se pierde en el ruido y la nebulosa. Para moverse cabalmente en la complejidad de nuestro mundo es preciso escuchar conscientemente, y darle tiempo al tiempo.
Lydia Feito Grande
Profesora de Bioética
y Humanidades Médicas
Universidad Complutense de Madrid

 

Texto tomado y modificado de  Revista de Bioética Complutense 25, segunda época, marzo 2016. «Nadie escucha. La dilación como propuesta ética». Para leer original hacer click aqui.

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