Por Antonina Colignon
Antonina Colignon tiene 28 años y recibó un trasplante bipulmonar en 2014 a causa de padecer Fibrosis Quística. Nació en Viale, Entre Ríos y actualmente estudia Psicología en la UCA de Paraná. Hoy decidió compartir su experiencia con nosotros. El siguiente es su relato en primera persona.
Todo empezó a los 3 meses de haber nacido cuando los médicos me diagnosticaron Fibrosis Quística, fue el primer diagnóstico que se hizo de la enfermedad en Entre Ríos. En esa época, 1990, no se sabía nada acerca de ella, pero si sabían que no había cura y que la probabilidad de vida era de 5 años.
A medida que fui creciendo fueron apareciendo nuevos tratamientos, remedios y terapias que hicieron que yo pudiera vivir más tiempo. También, fui aprendiendo a no tenerle miedo a la muerte ya que con una enfermedad crónica y sin cura eso es algo que se vuelve real y posible. Al mismo tiempo, me fui adaptando a una vida rodeada de médicos, enfermeros, kinesiólogos, hospitales, salas de esperas, internaciones agujas y muchos remedios; pero todo eso era compensado con mucho amor de mi familia y seres queridos que me sostenían y me levantaban cada vez que hiciera falta.
Una de esas veces fue cuando mi cuerpo dijo “basta” y el doctor fue categórico: “Necesitás un trasplante bipulmonar”…. Otra vez tenía que levantarme y prepárame para una de las batallas más grandes que se me presentaba. Así que lloré lo que tenía que llorar, nos sentamos con mi familia a decidir sobre lo que íbamos a hacer, armé mis valijas a partimos para Buenos Aires a esperar a que los pulmones llegaran.
Conmigo fueron mi mamá y mi hermana, papá iba todos los fines de semana ya que debía vivir ahí porque uno de los requisitos para entrar en lista de espera es estar a no más de 30 minutos del hospital en donde me iba a trasplantar, en mi caso fue en el Hospital Italiano. No fue fácil desarraigarme de un día para otro del lugar que consideraba mi hogar, en donde crecí y donde están todos mis seres queridos. Tampoco fue fácil tener saber y darme cuenta que a los 21 años mi cuerpo no respondía como debería. Mucho menos, lo fue la despedida y el decidir no volver hasta que me trasplanten; pero, aceptar lo que venga y enfrentarlo fue lo que aprendí a hacer así que seguí adelante con mi familia acompañándome y sosteniéndome siempre.
Gracias a Dios (soy muy creyente y la fe fue uno de mis bastones junto con mi psicólogo) y más allá de lo difícil que era tener que pasar por el proceso de un trasplante, llegué a un hospital donde además de haber excelentes profesionales, que saben muchísimos, idóneos y muy capacitados en lo que hacen, eran personas con una calidad humana sorprendente que no veían solo un cuerpo que había que arreglar sino también una persona que sufría. Sin dudas eso ayudó mucho, me daba tranquilidad y confianza saber que estaba en buenas manos y con gente que se fueron trasformando en amigos, que me calmaban, me sostenían, se preocupaban y se ponían felices cuando me veían bien.
Después de 2 años de espera y sin volver a mi querida ciudad de Viale, por fin el 21 de enero de 2014 llegó el tan esperado trasplante. Sentí miles de emociones juntas en el momento en que dos doctores entraron a mi habitación (estaba internada porque me habían ingresado a lista de emergencia) y me dijeron: “Anto prepárate para quirófano porque llegaron tus pulmones”. Todo el que entraba me saludaba, se conmovían, me decían que todo iba a salir bien y que me esperaban a la vuelta. Mamá llamaba a papá para avisarle. Papá y mi tía salieron corriendo para Buenos Aires. Mi hermana diciéndome mil cosas a la vez, mis familiares y amigos ansiosos y Viale revolucionado, feliz porque el momento esperado por todos había llegado. En cuanto a mí, las emociones le fueron dando paso a una tranquilidad y a una paz inesperadas para esa circunstancia; entré a quirófano alegre y hablando mucho. Los médicos se sorprendieron al verme así pero lo que ellos no sabían era que ahora las cosas no dependían de mí sino de Dios y de ellos, yo ya había hecho todo lo que tenía que hacer y era muy consciente de que era una jugada que podía salir mal o muy bien.
Luego de una operación de 13 hs. y muchas complicaciones, me desperté 10 días después en Terapia Intensiva. Todo era muy confuso para mí, estaba muy sedada, débil y no podía mover nada ni hablar pero de algo estaba segura, ya había pasado lo peor y mis pulmones estaban funcionando. La recuperación fue lenta, estuve en Terapia 2 meses y llegué a pensar que de ahí no salía más pero no me podía rendir porque tenía una familia que me llenaba de amor y me alentaba para que no me rindiera. Gente de todos lados estaba acompañándome con sus oraciones y buenos deseos. Me dieron fuerzas para seguir, todo el personal y profesionales del hospital me acompañaban y me tranquilizaban. Cuando tomé consciencia de la cantidad de gente que me quería ver bien entendí que no estaba sola. Una vez más aprendí que el amor cura.
Hoy, con 28 años creo que lo que me tocó vivir me ha enseñado a ver la vida de una forma diferente: disfruto de cada instante, trato de tomar las cosas con calma, de agradecer cada día, cada respiración profunda, cada carcajada, cada momento con mis seres queridos, no paro un segundo, estudio, hago mucho deporte y exprimo mis días.
Si lo pienso jamás me enoje por tener Fibrosis quística: jamás me rebele contra la enfermedad ni la consideré un enemigo que tenía que vencer, ni como algo que me define. Al contrario, gracias a eso aprendí a luchar el doble por lo que quiero, a reírme mucho por todo, a levantarme las veces que haga falta, a transformar una habitación de hospital en un cine, a soplar mucho para que los pinchazos duelan menos, a tener paciencia en las salas de espera, a negociar con los médicos y lo más importante… a entender que somos lo que hacemos con aquello que nos tocó y que ser felices depende solo de nosotros.
Antonina Coligon